LA MALA DECISIÓN
por Frank García-Hernández
La tarde del primer sábado
de julio estaba acostado en los portales de una tienda de víveres en el
Escambray cienfueguero. A menos de un abrazo, sobre el cemento frío, una
muchacha rubia de veinte años sudaba todos los grados de calor que podía compilar
esa tarde de verano. Un pantalón recortado hasta la entrada de la nalga era la
sofocación de los campesinos del caserío.
Los dos nos reíamos de los hombres que nos miraban comiendo carne de cerdo asada, con la mochila por almohada y hablando de un improbable ménage a trois. Ella se lamentaba de haber gastado tanto dinero en subir a El Nicho y trataba, ya sin muchas fuerzas, de que yo la siguiese rumbo a Santiago de Cuba, Baracoa, Varadero y algún día, regresar a La Habana.
Los dos nos reíamos de los hombres que nos miraban comiendo carne de cerdo asada, con la mochila por almohada y hablando de un improbable ménage a trois. Ella se lamentaba de haber gastado tanto dinero en subir a El Nicho y trataba, ya sin muchas fuerzas, de que yo la siguiese rumbo a Santiago de Cuba, Baracoa, Varadero y algún día, regresar a La Habana.
Había aparecido en una esquina de Santa Clara y se subía a un muro pequeño para hablar conmigo y no tener que subir los ojos. Como a mí, le gustaba el Miguel Torres, Hayao Miyazaki y escuchar jazz. Creo que los dos nos sentíamos marginados entre nuestros amigos comunistas por esos gustos estéticos. Ella leía un escritor japonés de moda y yo la más reciente revista Semana. Ella era Ponyo, yo Porco Rosso y Cuba un acantilado en el Adriático acalorado.
El camión que no nos cobró nada para dejarnos
en la terminal de ómnibus de Cumanayagua tuvo que esquivar a tres auras
tiñosas, dos marranos, un potrillo y una gallina con sus pollos atravesando la
carretera y ella se asombraba de todo esto.
La noche anterior, en el
parque de Manicaragua, yo pensaba que un julio que empiece por un viernes tiene
que ser el mejor de los meses. Ahora, primer lunes de julio, estoy sentado
frente a esta máquina de todos los días y concluyo en definir la mala decisión
de no seguirla como la más aburrida de mis días. Ella pudo hacer algo más, creo.
Algo más y me hubiese liberado. Yo lo pude haber intentado todo.
Escribo esta lamentación
para que nunca más se me olvide la fetidez de la prudencia.
*con foto de Waclaw Wantuch
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