LA HABANA, UN DÍA DE JUNIO
Este tiempo perdido que nos deja vencidos sin poder conocer eso que
llaman amor para vivir
Pablo Milanés
La noticia me llegó por TeleSur. El día lo había atrasado con un
baño y una mirada a la barba que no afeité y dejé igual. La abuela me preguntó
cuándo firmaban la paz en Colombia. El 20 de julio, contesté, como para romper
más floreros. La abuela Rosa subió el volumen del televisor y me hizo escuchar al
comentarista: mañana será el último día de la guerra. La estática se cortaba y
el serpenteo de la voz solo permitía aclarar algo que era muy cierto, el
presidente Santos viajaba a La Habana para firmar el cese al fuego bilateral de
forma definitiva.
El comentarista terminó la
conexión con Bogotá y anunció Soy
Colombia, la canción oficial del canal para celebrar la paz, interpretada
por el grupo Cúmbele. En el
televisor, una paisa de rostro muy joven se llevaba las manos a los oídos, en
ese gesto musical que yo remedo cuando quiero ser cercano a Silvio Rodríguez.
La paisa Alejandra, amiga -y amigos también los otros dos músicos del grupo-,
cantaba con una voz inesperada y conmovedora como la noticia misma.
Me abracé a la abuela y le
pedí agua.
Álvaro Jácome, el
colombiano que más ha hecho por la paz entre los que yo saludo a diario, no
estaba en casa. A él la guerra le había llevado un hermano y el padre y nunca
odió. Aun ahora, a las seis de la tarde del día más largo del año, temo por su
salud. Telefoneé a mi amigo Medina, un viejo liberal que escribía en Nueva Frontera y conversaba con Galán.
Medina no sabía nada y no me pudo contar gran cosa.
Las calles habaneras eran
lo más calmo del mundo. Una pareja de jóvenes se montaron en el taxi que me
llevaba al trabajo. En el asiento delantero una muchacha dio los buenos días y
yo fui el único en contestarle. El chofer no hablaba con nadie. Era la rutina
cotidiana. Pero allá en Bogotá estaban sonando las campanas y esta vez no era
por ningún muerto.
-déjeme acá, le reclamé a
un taxista absorto que se había llevado el semáforo y me cobró sin mirarme.
Caminé por la calle Ermita
buscando la Plaza de la Revolución. Hubiese podido esperar a cualquier ómnibus
que me subiera loma arriba y ahorrarme el calor, pero hoy, 22 de junio, tenía que caminar. Ni Pablo
Molano Romero, ni los hermanos de Diana Milena o el mismísimo García Márquez
pudieron ver este día. Tampoco al padre de Héctor Abad Faciolince ni a Consuelo
Araújo, La Cacica, los habían dejado llegar. Me siento culpable por estar vivo.
Me siento feliz por estar vivo. Les agradezco por estar vivo.
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