PURGAR EL DOLOR

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por Frank García-Hernández

Estas palabras las comencé a redactar en la noche del sábado primero de octubre. Como tengo mi computadora de escritorio y la laptop rotas, cuando llegué a la casa tomé una grabadora y dejé con mi voz las primeras líneas del texto.
Esa noche regresaba a mi casa después de una cena en el barrio periférico de Alamar con todas las angustias disparadas. El parte meteorológico nos dejaba un ciclón Matthew horrendo.
Tengo grandes amigos en Santiago de Cuba quienes en noviembre pasado, allá en su ciudad, me hablaban de sus calles como un lugar gris después del huracán Sandy en el año 2012. Yo miraba con los ojos muy abiertos desde la terraza del Hotel Casa Granda y no lo veía. Abajo, en el Parque Céspedes, había luz, mucha y buena luz.
La tristeza me consumió al saber que Matthew es dos veces más fuerte. Traté de revivir –imposible- la alegría de mi inocencia infantil. Yo esperaba los ciclones para no ir a la escuela y después, de adolescente, me iba por La Habana, con la misma cámara Smena que hoy cuelga de mi escritorio -moda hipster y vintage-, a tomar fotos de árboles arrancados de cuajo por el viento.
Comencé a recordar –a modo de terapia- que entré en Santiago de Cuba por primera vez en febrero del año 2001. Faltaba menos de un minuto para las siete de la mañana. La terminal tenía el nombre de un general difunto, se oía un tango de Gardel por los altavoces y yo iba acompañado de la brasileña más bella del mundo.
Ninguno de los dos teníamos idea de qué hacer en aquella ciudad caribe, dónde hospedarnos, qué comer. Nuestros bolsillos eran los bolsillos de dos estudiantes universitarios. Entre las opciones aberradas para turistas europeos y la penuria, no había nada. Decidimos irnos al otro día a Guantánamo donde una familia nos estaba esperando.
Esa noche fuimos a bailar, a lo que imagino, es la Casa de la Música santiaguera. Del lugar solo recuerdo a una viejita vendiendo cucuruchos de maní envueltos en las obras completas de Lenin, además de una jinetera que se auto engañaba diciéndome que yo era puertorriqueño y que tenía dinero para pagarle sus servicios. Hoy parece un lugar común y hasta una broma de mal gusto político, pero me resultó tan demencial que me fui a dormir a donde no muy bien nos habían recibido.
Mi segunda vez en Santiago fue una noche de carnaval después de atravesar toda la isla, pueblo por pueblo, en once días. Por una equivocación el entonces Secretario Provincial del Partido Comunista nos sentamos en la primera fila, junto a él y otros funcionarios, para ver el acto por el ataque al cuartel Moncada. Imagino que mi barba tupida –entonces no había moda lumbersexual-, una gorra verde con una estrella roja y mis casi dos metros pálidos provocaron la metida de pata. Todavía pienso a cuál delegación extranjera le quitamos los asientos.
No fue hasta la tercera ocasión que disfruté la ciudad, me aprendí sus calles e hice amigos. Allá están Yasmany, Daynet y Daymee. Eduardo, Karinés y Lissete. Noel y su cámara. Frank Josué y su hijo. Temo por Jotamario el bayamés: solo en Granma.
Ayer en la tarde una amiga empresaria me sacó de la biblioteca para ir al Festival de Contratenores en el Teatro Martí. Sabía que la fauna snob petite-bourgeoisie reinaría entre tacones, perfumes caros y un programa donde hasta el primer vicepresidente de la República es señor.
Yo me sé camuflar muy bien entre esos salvajes, pero nunca con unas sandalias franciscanas, un jean desteñido y una camisa de diario de donde colgaba un bolso verde olivo con la imagen de Che Guevara en negro y la palabra Cuba en rojo. Fue mi manera de purgarme por tan buen tiempo y tanta alegría en La Habana, cuando allá en el oriente mis amigos esperaban la entrada de Matthew.
Ya el huracán debe estar en Maisí. Aquí, en La Habana, hace un sol de tarde que da vergüenza.










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