LLUEVE SOBRE EL TECHO DE MI FORTALEZA



por Frank García-Hernández


Hoy amaneció lloviendo y ello es bueno, al menos para mí. Estos amaneceres me recuerdan la niñez. Si llovía no había escuela, sino había escuela, había juegos o hacía al menos lo que me daba la gana. Quedarse en la casa era un lujo, con mis juguetes, mis colores de pasta y plumones, todos salvados de la perestroika y el mercado en ruinas. Además, tenía regalos de creyones traídos por mis tíos de la guerra de Angola y Angola era, dichoso yo, un mapa grande con muchas ciudades, una bandera rojinegra e historias que no siempre me querían contar.
En julio de 1988, cuando yo cumplía los seis años y aprendía a leer, mi madre no encontraba qué regalarme. Comenzaba ya lo que después sería casi el infinito. Comenzaba a crecer. En Marianao, ella y mi padrastro –que se llama Fidel y sigue siendo el esposo de mi mamá-, encontraron un castillo plástico de muchas piezas. Estaba empolvado. Iban a cerrar la tienda. Era uno de los últimos juguetes que entrarían del Campo Socialista. Mi madre y Fidel decidieron comprarlo.
Cuando llegué a la casa, después de mi fiesta de fin de curso –me disfrazaron de pirata, no de marinero-, en un bolso plástico, con recortes de cartón de lo que pudo ser el envase original, me tenían de regalo el castillo que fue el lujo de toda mi niñez. 
Fue una tarde entera, con aguacero de verano y mis viejos durmiendo, que jugué con él por primera vez. Jugaría años con aquella fortaleza, la única entre todos mis amigos de la infancia.





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