LOS COMUNEROS NO DEBEMOS MORIR DE ABURRIMIENTO
Viví en Santa Clara
en la barriada de Santa Catalina. Desde allí, a través de los ventanales y los
balcones, se veía la sede del partido comunista. No son muchas las cuadras que
faltan para llegar al centro de la ciudad, el parque Leoncio Vidal, tanto que
por la calle donde está –la carretera de Camajuaní- se llega en un minuto a uno
de los más peculiares cafés de la ciudad: El
Revolución, justo donde el nombre de la arteria cambia por Independencia,
con número 313. Un poco más arriba se toman las motonetas que por solo cinco
pesos, 25 centavos dólar al cambio actual, llevan al pasajero hasta la
Universidad Central de Las Villas, un recorrido de algo más de cinco kilómetros.
Una mañana,
mientras desayunaba un pan suave con queso blanco y café con leche, tocó la
puerta una mujer joven. Traía un coche de bebé y vendía un apartamento. Por la
conversación me enteré que era vecina de los tíos bisabuelos que me acogían. El
precio, increíble por barato, seis mil pesos fuertes, era inaccesible para los
villareños y acá en La Habana, esa misma propuesta de tres piezas, baño y
cocina nuevos, más aire acondicionado y balcón amplio, se hubiese colocado en
los 20 o 25 mil.
Yo sabía desde que
salí de La Habana que en ese viaje encontraría otras direcciones en mi vida,
impartiría dos conferencias y dejaría de amar la mujer tormentosa en la que
hace más de tres años me vengo zambullendo. Esto último no sucedió y todas las
muchachas que conocí tenían novios, esposos e incluso esperaban hijos. Una de
ellas me consoló explicándome que hay no pocas intelectuales solas en Santa
Clara, pero lo cierto es que vi más homosexuales disponibles que mujeres sin
compromiso, y quienes me conocen saben que los hombres, para ese tipo de
relaciones, no me gustan.
En esta ciudad del
centro del país, es costumbre salir de los centros de trabajo e irse a los
cafés. Ese derecho al ocio que las mayorías habaneras han perdido a golpe de
precios de bantustanes clasistas. Allá, después de salir del Revolución, se puede ir, sin bajarnos de
la acera y en el boulevard de la misma calle, al también café El Obrador. Si este estuviese lleno,
buscando donde se esquina con Tristá, bajamos hasta el número 111 y encontramos
el Tu Té.
Frente a El Obrador y sin poderle hacer la
competencia, con vinos avinagrados, que estoy seguro tienen sus seguidores
menos exigentes -sería el placer de amigos como Alejandro o Josué-, está La Juliana, que por lo enredado del
patio me deja la sensación que es lugar de infidencias.
Quizá no tengan aun
los villareños el diseño exquisito que abunda en La Habana, a duras penas
perseguido por el Vintage, donde
falla parte del mobiliario y el Martini lo preparan con vodka olvidando que es
un vermú, pero la disponibilidad de los horarios, atenciones y precios –el Vintage, en Martí y Luís Estévez, cierra a las tres de la madrugada-,
hacía que pudiese dar cita a mis amigos y ellos a mí, sin tener que vivir el
trance amargo de no pedir nada hasta que el invitado llegue.
Aquí en La Habana
un sencillo Pecho de doncella en el Sloopy Joe´s Bar resulta en tres dólares
y el frapuccino más barato en un
lugares como Piscolabis, Bianchini o Cuba Libro, cuesta un peso convertible y medio, 35 o 37 pesos al
cambio actual, en tanto que en la Fábrica
de Arte alcanza los dos dólares en contraste con los siete en moneda
nacional que se pagan en Santa Clara.
Paul Lafargue
hablaba de la pereza y el ocio como un derecho de los trabajadores. Desde la Protesta de los Trece hasta poemarios
como Taberna de Roque Dalton, se
pensaron entorno a un café o una cerveza. Nosotros, los que tenemos a penas
bolsillo, debemos comenzar a exigir el cese de la especulación financiera, que
sobrevive gracias a los gustos consumistas de un sector de la población
capitalina. Un frapuccino no puede
ser tan caro ni ser asumido como un gasto suntuoso. Ello debe dejar de ser un
privilegio.
El impacto del
turismo en La Habana descoloca. La acumulación de capital es desproporcionada y
los índices de pobreza se hacen sentir y ver. Todo ello hiere. Duele mucho.
Agradezco entonces,
desde mi condición de cubano, que una ciudad que por demás tiene una vida
cultural intensa como lo es Santa Clara, sirva de asilo para este habanero.
La pregunta es si
ella y sus habitantes podrán aguantar el impacto de un turismo que crece día
tras día ¿estarán los santaclareños preparados para ello? ¿les interesará estar
preparados y no perder lo que hasta ahora es el diario que a diario?
O se habrán
percatado que en la misma ciudad pueden converger espacios para bolsillos de
Versalles y bolsillos de La Comuna. Los comuneros no debemos morir de
aburrimiento.
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