ALMORZAR
EN DOBARGANES
a la familia
Yeras y el pintor Albelay
“De plata los
delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de
plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de
plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada
de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la
plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un
entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de
plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adornos de iniciales…”
Alejo
Carpentier
Las comidas en
Santa Clara eran demoradas en la mesa, no ya por el tiempo de cocción de los
platos, sino por la abundancia de los platos, la ceremonia de la familia ante
los platos y por el largo masticar de las carnes y las viandas venidas de los
platos, acompasado por el tomar despacio de los caldos y frijoles, el triturar de
las frituras agridulces y para más, guardarse para el postre esperado para el
final de los platos.
Al comienzo del
almuerzo, los platos humeaban los ajiacos oscuros, herederos directos de las
ollas podridas europeas, ahora con yucas, malangas, papas y calabazas con la
corteza ablandada por la presión del vapor, mazorcas de maíz abiertas con el
grano húmedo e hinchado, plátanos a medio madurar y plátanos verdes picados
bien finos, que se freían y volcaban a todo el conjunto, en pleno guiso, para
dar un espesor que unido al maíz en harina y el ñame rosado, hacía que tres
horas después, una nata gruesa se acumulase en los bordes y partes superiores
del cocido, presionando la esencia del todo y roto con el cucharón, caía el
líquido tupido sobre un recipiente blanco, que sabía cargar con la marisma de
las carnes traídas: las carnes de cerdo en masa roja, las hilachas del pollo
degollado en la madrugada y los filones de la res que terminaba por abrazar la
enjundia del sabor.
Que hecha la
degustación queda, se verificaba que por aquel asunto había pasado, cuando
menos, una cebolla blanca en rodajas, hojas de orégano de la tierra, comino en
grano, el ajo en ciernes y las rosetas del ají cachucha. Quizá, pero ya era la
duda, algo de cilantro y tal vez perejil. Porque el cubano no es de usar el
cardamomo ni la páprika, o erotizar el tema de las fibras con canela veneciana.
El ajiaco es fuerte, es un plato para el reposo y tomar fuerza después de tener
la carne de la mujer. Pero es casi suicida, en la canícula del centro de la
isla, dar cuenta de un ajiaco e irse a la cama amatoria.
A un costado, en
otro empaque de porcelana, el arroz, blanco, desgranado, y los aguacates verdes
y amarillos en una vasija honda de cristal. Y la fuente de la carne frita haría
cuestión de tres semanas atrás, puesta a esperar en una lata grande, que fue de
conservas de coco rallado. La lata se rellenaba primero de manteca y adentro y
con sal, la carne del marrano, junto a los chicharrones para acompañar el ron y
sazonar los frijoles, que si negros, negra se ponía la piel, absorbiendo el
caldo negro.
Sin compasión
gastronómica, en la bandeja de calamina, el mamey troceado y en la de plata,
los hollejos de naranja blanca, salpicados de manga amarilla y dulce, que en La
Habana son algo ácidos. Los mejores mangos bizcochuelos vendrán de El Caney, en
Santiago de Cuba, pero el mango hembra, que parece pecho de mujer joven, es en
Las Villas.
Para remate, la
mermelada de mango, con media libra de queso blanco por comensal y la taza
reposada del café endulzado en miel por algunos, en azúcar por otros, o amargo,
si tenían los africanos revueltos.
Y comer todo
aquello, despacio, porque la tarde es calurosa, de más de treinta grados y
aunque la sombra está refrescada por la arboleda y el aire que baja del antiguo
regimiento, siempre el cuerpo se acalora y contrae por tanta panza llena. Para
ello, lo mejor es la sobremesa. Para ello, hablar a golpe de mecedora y mirar
que todo tiene un tiempo y la libertad se gana, también, a través del placer.
Comentarios
Publicar un comentario