LA VERGÜENZA DE JOTAMARIO VIAMONTE
por Frank García-Hernández
Jotamario
Viamonte esperó a que llegaran sus
invitados hasta las ocho de la noche del trece de agosto, cuando decidió llamar
a La Habana para saber qué había sucedido con aquellos infelices.
Me había conocido
en noviembre pasado, allá en la Universidad de Oriente. Fue de los que nos
recibieron el primer día y lo recuerdo repartiendo unas toallas amarillas, como
el color de la Virgen de la Caridad, a la cual después él me ayudaría a visitar
en el santuario. Cuando el italiano Stéfano decidió quedarse en Santiago y
seguir de visita por las otras ciudades de la región, lo recibió en su casa de
Bayamo y ahora en agosto, en su casa de Bayamo, pensaba no solo recibirme, sino
a una pareja de amigos villareños y un primo mío, que viajarían conmigo rumbo a
Birán por el cumpleaños noventa de Fidel.
Ese antojo yo lo
venía preparando desde hacía meses y lo vi más concreto cuando en junio, en
Santa Clara, animé al pintor Albelay, su novia y una profesora de filosofía,
para que me siguieran en el viaje.
La profesora fue la
primera en capitular y después, ya en Villa Clara y con todo listo para seguir
viaje, los otros dos compañeros. El
trueque logrado con ellos por Birán había sido conocer Cienfuegos.
Por su parte, mi
primo, me saboteaba los planes al decirme que solo había traído 250 pesos, que
al cambio actual son unos pocos diez dólares. Con eso, no le alcanzaba ni para
el pasaje de ida y vuelta. Si bien mi alcance económico no era limitado, pero
tampoco amplio - ahorré ahorros-, no le podía pagar la estancia por esos
rumbos.
El día doce de
agosto me percaté, para más, que el papel donde tenía los contactos de
Jotamario lo había extraviado. Antes de salir de La Habana había discutido con la
persona que tenía los teléfonos de mis amigos orientales, así que preferí
pasarle un mensaje al negro Yasmany y que este se lo notificara al bayamés.
Desde el Café Literario del Parque Vidal, a las once de la mañana, mientras en
el televisor un boxeador cubano perdía la pelea en las Olimpiadas de Río de
Janeiro, cancelaba mi viaje a Birán.
A las doce de la
noche sonaron unos fuegos artificiales que por mucho que arqueé la cabeza no
los pude ver. En ese momento yo estaba en la calle Marta Abreu intentando
entrar sin suerte a El Mejunje, y
sentí una placidez que liberé en un suspiro cuando supe que Fidel había llegado
a su cumpleaños sin ningún problema. Santa Clara terminaba de cumplir años y
comenzaba Fidel a vivir los noventa.
El impacto de haber
cancelado las fiestas de los ochenta años por la crisis de una enfermedad, que
aun hoy los cubanos no sabemos a ciencia exacta cuál es, me tenía expectante y
deseaba que la fecha pasara pronto.
Antes de las nueve
de la mañana estábamos en la ciudad más tranquila del mundo. En Cienfuegos, una
mujer se puede desnudar sin miedos en el centro del parque. Entre el Palacio
Ferrer, el Teatro Terry, la iglesia y el ayuntamiento, no había nadie a esa
hora. Tanto era el vacío que nos sentamos lelos mirando una ciudad hecha por
franceses, olvidada por los franceses y con bandera de franceses que ondeaba
sola en un balcón sin nadie que la defendiera ni arriase.
Dimos los tumbos
clásicos de un turista, para quedar agobiados por un carnaval de niños y un
restaurante donde algún trabajador del lugar había escrito no en cada plato del menú.
Nos sobró tiempo y
dinero. Antes de la una de la tarde salimos de la ciudad hartos de aquel marasmo,
en medio de unos rusos que se tomaban fotos con los carros Volga como mismo lo hubieran hecho los norteamericanos con un Bel Air del 58.
Ayer, por la noche,
una llamada me sacó del baño. Era Jotamario. Hacía quince días que yo estaba en
La Habana y no me había comunicado con él. La conversación duró justo el tiempo
para saber que nunca le llegó el mensaje que yo envié al negro Yasmany.
A los pocos minutos
volvió a timbrar el teléfono. Pensé que era él de nuevo. Del otro lado del
manófono una voz muy conocida, pero llorosa, me dijo que su prima de menos de
treinta años, que vivía aquí en la capital, había muerto. Entre tantas personas,
la filósofa más joven que conozco – la novia del pintor Albelay- me telefoneaba
desde Santa Clara para compartir su dolor.
-Frank, hoy mi
novio y yo nos vamos para La Habana, logró decir.
Me encontré raro.
Estaba orgulloso por sentirme entre los amigos de ella, algo apenado, por
sentir orgullo en ese momento y entre todo ello, como una nube, la vergüenza de
Jotamario Viamonte.
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