HOMBRES EXTRAÑADOS
por Frank García-Hernández
Qué cerca tenemos el mar y estos campesinos no parecen
enterarse del salitre. Son hombres de la tierra que entierran a los suyos en
los últimos momentos de la tierra firme, sin llegar todavía a la costa, sin importarles
que los turistas tengan la música alta y un animador se ría detrás del micrófono.
Dejan cruces blancas como huesos. Y nada más. No hay casi flores. No hay nadie.
Si quisieron los humildes hombres hacerme sentir culpable de mi
felicidad, se me antoja que lo lograron.
Son horas en la serranía de noviembre y hace frío y el
cielo se ha nublado. Desperté en los primeros momentos de la mañana,
confundiendo el canto de un pájaro con la alarma antirrobo de un auto moderno.
Es una vergüenza de la cual otros quizá se alegran si lo viven y se creen
modernos.
Estos hombres que saben matar cerdos, asarlos, comerlos,
tienen perros. Los perros de estos hombres miran desde una extrañeza que no se
encuentra en otro lugar visitado por mí. Los hombres les lanzan huesos comidos,
patas de animales salvajes, algunas vísceras y estos perros extraños no pelean
por ellos. Son tranquilos esos hombres, dueños de perros.
Entre ellos, una mujer. Se llama Lydia. Añosa e incierta.
Tiene la cara ancha y también el cuerpo. Se
ríe poco y duda hacerlo. La madre de ella hace jarabes que todo lo curan,
pero hoy no tiene. Se niega a decirme dónde vive o a indicarme por dónde llegar
rápido a la comunidad campesina. Otros me hablan de medio kilómetro, algunos de
dos. Le pregunto a ella si sabe quitar empachos. Leonardo sabe, me contesta. Y
este Leonardo de apellido Cadenas es achinado, mulato y bajito. Casi todos son
así por estos lares y me recuerdan la descripción física que Martí hace de los
anamitas. Este sanador se dedica a trabajar en la base de campismo, aunque hace
favores a la salud de los otros. Más tarde supe que es de fe cristiana no
católica.
Aquí venden dulce casero de coco rallado. Es muy
azucarado y no me puedo terminar el platico. El cocinero que lo prepara resulta
descomunal, hay pocos como él en esa región. También nos tiene croquetas,
chícharos en crema y arroces. Hasta dónde será costumbre que este hombre
trabaje como cocinero. Hasta dónde lo aceptarán así en la sociedad. Hasta dónde
nos preguntamos cuál campesino cocinaba. Nadie lo felicitó. Tiene la cara osca.
André es un toscano alto, de músculos y ojos perdidos que
no saben mirar, y azules. Si me dijera que es ciego no lo dudara. La mandíbula
le sube por el rostro y esos huesos se detienen entre los pocos pelos de la
cabeza. Es joven. Allá en Italia es pescador y salvavidas, acá en Cuba no
quiere ser turista. A golpe de trabajo y ron malo se hace amigo de los
campesinos serranos, los pobres hombres, en especial de Popo, el que mató, peló
y cocinó el cerdo que nosotros compramos. Su otro amigo cubano es Marcos, quien
grita en alemán improperios a Fidel, se disculpa conmigo en spanglish e incordia en borracho. Con
ellos dos André se sienta a leer la poesía completa de José Martí en dos
volúmenes, canta a Guccini y llora con Bella
Ciao. Es anarquista y vota por el Movimiento 5 Estrellas. André no tiene ningún problema con
los emigrantes, conoce muchos senegaleses y le lastima verlos en las playas
apilados. Si por él fuese los dejara dormir donde ellos quisieran, pero los
turistas europeos son muy irrespetuosos y le ordenan que los saque de la arena.
Me pregunto si André habría podido cargar al niño que amaneció ahogado en una
playa del Mediterráneo, si habría golpeado al camarógrafo que lo hizo mercancía
de la tragedia. Él se espanta con los turistas, se espanta de él, sale en
bicicleta por mi isla. André se avergüenza cuando Disamis le toma una foto
conmigo, mientras él gira al cerdo sobre las brasas. Cree no merecerlo: “yo no
he trabajado, el mérito es de Popó”. Después de la cena le hemos llevado un
plato de masas de puerco y arroz blanco con una cerveza. André nos abraza y
llama a tres campesinos para comer juntos. Ya está muy borracho. Llora.
Entre noviembre y diciembre del 2015. Santiago de Cuba, El Cerro y Marianao
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