Chuparse los dedos
-¿Alguna vez fue pobre?
-Paupérrimo, paupérrimo. Durante épocas aquí pasé momentos muy difíciles,
de los cuales nunca fui muy consciente.
Entrevista de Héctor Abad Faciolince a Álvaro Mutis
Acaba de salir rumbo a su
apartamento de Alamar mi amigo Álvaro Jácome. Dice que en este mes quiere ver
la película Un día de noviembre
-de qué trata, no recuerdo
ya…
-de un hombre enfermo...
La tarda no provee sol y
alegría como para hablar de un hombre enfermo y lo que recuerdo es una banda
sonora de Leo Brower. La busco en mi disco externo y no encuentro nada de él.
En sustitución pongo El Brigadista de
Sergio Vitier, y escribo.
Álvaro ha venido hoy hasta
aquí, mi Instituto Juan Marinello, porque lo invité a almorzar. Aun no lo puedo
llevar a El Mediterráneo, aquel
restaurante que está en calle 15 entre F y G, -pleno barrio del Vedado habanero- donde he
probado la mejor focaccia de Cuba;
claro, tampoco que en Cuba probar una focaccia
sea algo tan común para que uno pueda elegir. Además, los lugares caros no
entran en el pacto con Álvaro, ni él goza comer. Su estoicismo es tan grande
que lo ve como una carga pesada.
Sin embargo, Jácome sí
disfruta de la liturgia de sentarse a la mesa, que es muy diferente. Hoy lo
haremos en el comedor Machado, donde comen los universitarios y los profesores
universitarios -los que son pobres y sociables.
En mis años de universitario todos éramos
pobres: los sociables, los ácidos, los periquitas, los mullidos. Todos. Y todos
íbamos al comedor Machado, comprábamos panes con croquetas y terminábamos en el
Bodegón de Teodoro, dando vivas al
Mayo Parisino – previos cuarenta años de retraso- y la cerveza Tínima.
Ángela me acompaña a comprar veinte pases para el almuerzo: uno para cada día. Ella
trabaja en el rectorado y por esto tiene acceso a los tickets. Yo he perdido casi todo vínculo con mi universidad.
Sobre la una y media de la
tarde entra a la oficina mi amigo. Él ha llegado hace tiempos de Colombia,
cuando aún no cumplía los treinta y no se podía morir.
Yo regreso al comedor de la
Colina casi diez años después. Cargo en mi bolso con el almuerzo que me preparé
en casa y lo acompaño para algo desprotegido que me servirán en la bandeja.
Pero esto no tiene que ver
ya con mi década de universitario. La calamina, los empleados, el sancocho con
los restos del almuerzo, el bebedero, en esencia, todo es lo mismo, y me
sobrecoge. Pero ese lugar ya no soy yo. Este lugar donde comí tantas veces con tanta gente, ya no es de
mí.
Las muchachas, sensuales,
son hoy bajitas: hijas legítimas del conocido Período Especial. Las miro, deben verme como un profesor joven o
como un estudiante de quinto año y repitente.
A esta hora ya no quedan
muchas personas en los dos salones. Saludo a alguien que me saluda; ignoro a
alguien que me ignora. A la mujer casi anciana que me sirvió el postre le
agradezco: buenas tardes, muchas gracias, nos veremos mañana. Se sonríe.
La tarde es cálida, pero
sin agobios de temperatura. Estoy preparando viaje y me pregunto cómo será al
norte de Cuba un día de noviembre, el primer día de noviembre. Me angustia que Álvaro durante la otra semana tenga que almorzar solo.
*ilustración de Clarice Gonçalves
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